lunes, 16 de septiembre de 2013

Una de sus pálidas mejillas rozaba el frío suelo, un sabor a óxido en la boca, a hierro; una sensación de asfixia en su cuello, como si una anaconda de tres metros rodeara su pescuezo. Un dolor intenso en la nuca. El susurro de su corazón forzado, exhausto. La visión borrosa, pupilas ansiando la luz del sol. Tos sangrienta.
Ruido, mucho ruido a su alrededor, de claxones, gritos, llantos, sollozos y pánico. Gente rodeándole por completo. Inmovilidad completa de todos los músculos de su cuerpo. El asfalto bañado en sangre.

Un frenazo...un simple frenazo fue lo último que Jack escuchó antes de aquello.


domingo, 15 de septiembre de 2013

La joven disfrazada de cuero

Todos quedaron impresionados tras escuchar de Anne Jonson aquellas palabras tan llenas de sentimiento; tan pulcras y sinceras.

Esta chica de cuidad mostraba siempre un carácter estándar, uniforme, estereotipado. Para ser más exactos  todos los que creían conocerla tenían la certeza  de que Anne era incapaz de mantener una simple conversación seria.

Mostraba siempre una actitud desenfadada ante la vida,  como si nada importase más allá de los dos seguidos siguientes a ese mismo instante, como si el mundo terminase tras cada latido.

Anne es esa clase de mujer que visita una cama diferente cada noche, que recorre todos los bares de la cuidad, Anne es la perfecta amiga de copas, pero nada más. Una persona con un trabajo estándar, un piso estándar, unos amigos, una familia y en general; una vida estándar.


“A una mujer no se la liga, a una mujer se la enamora, ignorantes”


El rostro de los presentes cambió por completo de una amplia y casi burlona sonrisa a caras de asombro. Anne permaneció sería durante unos treinta incómodos minutos, asco seguido exhaló y se dirigió hacia la puerta marcando su triunfal salida con un portazo.
Este fue el principio de la desnudez de la brillante Anne Jonson.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Un lluvioso día de Abril

Al señor Schlißman le despertaron sobresaltado las gotas de lluvia sobre el tejado, se había quedado dormido apoyado sobre su enorme mesa de trabajo; era una vieja mesa de abedul con las betas muy marcadas. Era una de esas mesas antiguas con seis cajones a la derecha en la que el señor Schlißmann  guardaba gran variedad de lupas y herramientas. En el último cajón facturas muy antiguas, fotos de mujeres que, en otro momento formaron parte de su vida y un abrecartas.  A la izquierda de la mesa, justo en el borde, cerca del cenicero se podían distinguir tres marcas de quemazón.

- Yo soy capaz de convertir los minutos en horas, y las horas en días. Yo soy un viajero del tiempo-. Decía en voz alta mientras ponía a punto otro de los relojes.

Los cogía y les daba cuerda agarrándolos con unas enormes uñas siempre limpias. Sus largos y finos dedos de pianista hacían juicio a su consumido y pálido rostro envejecido por el paso de los años.
Su pelo era largo y blanco, excepto la coronilla, en la que ya no quedaba. El anciano lucía una barba larga y canosa. La espalda del señor Schlißman era tan curva que se le notaban las vértebras incluso con la ropa, siempre vestía en casa un bata color burdeos mientras la chimenea ardía.

Le gustaban la literatura clásica y la cultura griega, su escultura, su arquitectura, pero…por encima de todo, la mitología. En la mesa situada justo al sofá siempre se encontraba un enorme y pesado libro repleto de leyendas e historias sobre dioses, semidioses, hérores, guerreros.

En un momento determinado se levantó de la silla, arrastrándola a la vez que se levantaba, hacía ruido según la movía con las patas en el suelo de madera. Se dirigió a la cocina y lleno con agua del grifo una vieja regadera oxidada, acto seguido se dirigió a la terraza a regar las plantas como cada día a las ocho de la tarde.

El anciano tenía un gran colección de plantas y flores exóticas de las cuales su favorita era un pequeño bonsái al que prestaba extremada atención y cuidados diarios.

Un ruido alteró al anciano, que se dirigió hacia la puerta arrastrando las zapatillas de andar por casa, tras abrir la puerta de aquella casa en aquel viejo edificio de ladrillos apareció una joven gata callejera a quien apodaba “Sarna”. La gata era de un color muy oscuro, casi negro, y tenía unas manchas en la piel de color ceniza. Todos los días el anciano daba de comer las sobras de la comida a aquella gata por lo que ella siempre venía a visitarle y así en anciano no se sentía tan solo.

- Algún día atrasaré tanto el reloj que volveré a ser joven, Sarna, algún día-.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Enséñame tus dientes, Caperucita.

Desde un punto de vista bilógico siempre me pareció imposible que el cazador se convirtiese en la presa, que una gran loba se transformase en una simple perra  adiestrada y al servicio de su amo.

Una chucha sumisa, así soy yo ahora. – Una cánida sin collar ni dueño - Me repito para mis adentros.
Si cierro los ojos puedo ver su imagen; la de una loba flaca, sus costillas se marcan por debajo de su pelaje, jadeante, buscando algo que pueda satisfacer su apetito sin éxito, rasca su espalda con los dientes hasta que la sangre aparece en la piel, sus uñas largas y descuidadas que se enganchan en las ramas que pisa. Olfatea sin cesar, aúlla al infinito en busca de otro de su misma especie. Se tambalea deshidratada, hambrienta, herida…

No importa mi nombre, ni mi fecha de nacimiento, ni siquiera en qué trabajo o donde vivo, cual es mi ciudad natal ni el coche que conduzco, aunque…si realmente el lector desea saberlo, es un Mercedes.

Durante toda mi vida me he considerado una cazadora; en los negocios, en las apuestas, e incluso me considero una manipuladora. Todos hacen y siempre han hecho lo que yo deseaba que hiciesen. Soy una buena mentirosa, paciente y observadora.

Pero…hay algo que se me escapó, un pequeño parásito que me devora por dentro a cada segundo de mi ahora patética vida. Un demonio interno que me impide dormir y comer. A ese demonio, a ese parásito lo llamo amor.


El amor fue el que me convirtió en la presa, quien me hizo pasar de ser el hambriento lobo a la inocente Caperucita. 

De nada sirvió mi frialdad contra su encanto, de nada sirvió el “solo es sexo” , pues a cada día que transcurría más feliz me sentía, más me costaba esconder la sonrisa…y más cerca estaba de ser engullida.



Un día, sin más desapareció con un “lo siento” y de mi no quedaron ni los huesos.