jueves, 12 de septiembre de 2013

Un lluvioso día de Abril

Al señor Schlißman le despertaron sobresaltado las gotas de lluvia sobre el tejado, se había quedado dormido apoyado sobre su enorme mesa de trabajo; era una vieja mesa de abedul con las betas muy marcadas. Era una de esas mesas antiguas con seis cajones a la derecha en la que el señor Schlißmann  guardaba gran variedad de lupas y herramientas. En el último cajón facturas muy antiguas, fotos de mujeres que, en otro momento formaron parte de su vida y un abrecartas.  A la izquierda de la mesa, justo en el borde, cerca del cenicero se podían distinguir tres marcas de quemazón.

- Yo soy capaz de convertir los minutos en horas, y las horas en días. Yo soy un viajero del tiempo-. Decía en voz alta mientras ponía a punto otro de los relojes.

Los cogía y les daba cuerda agarrándolos con unas enormes uñas siempre limpias. Sus largos y finos dedos de pianista hacían juicio a su consumido y pálido rostro envejecido por el paso de los años.
Su pelo era largo y blanco, excepto la coronilla, en la que ya no quedaba. El anciano lucía una barba larga y canosa. La espalda del señor Schlißman era tan curva que se le notaban las vértebras incluso con la ropa, siempre vestía en casa un bata color burdeos mientras la chimenea ardía.

Le gustaban la literatura clásica y la cultura griega, su escultura, su arquitectura, pero…por encima de todo, la mitología. En la mesa situada justo al sofá siempre se encontraba un enorme y pesado libro repleto de leyendas e historias sobre dioses, semidioses, hérores, guerreros.

En un momento determinado se levantó de la silla, arrastrándola a la vez que se levantaba, hacía ruido según la movía con las patas en el suelo de madera. Se dirigió a la cocina y lleno con agua del grifo una vieja regadera oxidada, acto seguido se dirigió a la terraza a regar las plantas como cada día a las ocho de la tarde.

El anciano tenía un gran colección de plantas y flores exóticas de las cuales su favorita era un pequeño bonsái al que prestaba extremada atención y cuidados diarios.

Un ruido alteró al anciano, que se dirigió hacia la puerta arrastrando las zapatillas de andar por casa, tras abrir la puerta de aquella casa en aquel viejo edificio de ladrillos apareció una joven gata callejera a quien apodaba “Sarna”. La gata era de un color muy oscuro, casi negro, y tenía unas manchas en la piel de color ceniza. Todos los días el anciano daba de comer las sobras de la comida a aquella gata por lo que ella siempre venía a visitarle y así en anciano no se sentía tan solo.

- Algún día atrasaré tanto el reloj que volveré a ser joven, Sarna, algún día-.


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