Al
señor Schlißman le despertaron sobresaltado las gotas de lluvia sobre el tejado,
se había quedado dormido apoyado sobre su enorme mesa de trabajo; era una vieja
mesa de abedul con las betas muy marcadas. Era una de esas mesas antiguas con
seis cajones a la derecha en la que el señor Schlißmann guardaba gran variedad de lupas y herramientas.
En el último cajón facturas muy antiguas, fotos de mujeres que, en otro momento
formaron parte de su vida y un abrecartas. A la izquierda de la mesa, justo en el borde,
cerca del cenicero se podían distinguir tres marcas de quemazón.
- Yo
soy capaz de convertir los minutos en horas, y las horas en días. Yo soy un
viajero del tiempo-. Decía en voz alta mientras ponía a punto otro de los
relojes.
Los cogía
y les daba cuerda agarrándolos con unas enormes uñas siempre limpias. Sus
largos y finos dedos de pianista hacían juicio a su consumido y pálido rostro
envejecido por el paso de los años.
Su pelo
era largo y blanco, excepto la coronilla, en la que ya no quedaba. El anciano
lucía una barba larga y canosa. La espalda del señor Schlißman era tan curva que se le
notaban las vértebras incluso con la ropa, siempre vestía en casa un bata color
burdeos mientras la chimenea ardía.
Le
gustaban la literatura clásica y la cultura griega, su escultura, su
arquitectura, pero…por encima de todo, la mitología. En la mesa situada
justo al sofá siempre se encontraba un enorme y pesado libro repleto de
leyendas e historias sobre dioses, semidioses, hérores, guerreros.
En un
momento determinado se levantó de la silla, arrastrándola a la vez que se
levantaba, hacía ruido según la movía con las patas en el suelo de madera. Se
dirigió a la cocina y lleno con agua del grifo una vieja regadera oxidada, acto
seguido se dirigió a la terraza a regar las plantas como cada día a las ocho de
la tarde.
El
anciano tenía un gran colección de plantas y flores exóticas de las cuales su
favorita era un pequeño bonsái al que prestaba extremada atención y cuidados
diarios.
Un
ruido alteró al anciano, que se dirigió hacia la puerta arrastrando las
zapatillas de andar por casa, tras abrir la puerta de aquella casa en aquel
viejo edificio de ladrillos apareció una joven gata callejera a quien apodaba “Sarna”.
La gata era de un color muy oscuro, casi negro, y tenía unas manchas en la piel
de color ceniza. Todos los días el anciano daba de comer las sobras de la
comida a aquella gata por lo que
ella siempre venía a visitarle y así en anciano no se sentía tan solo.
- Algún
día atrasaré tanto el reloj que volveré a ser joven, Sarna, algún día-.
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